Desperté – porque la mayoría de mis relatos comienzan al despertar – y
vi que estaba recostado en una calle angosta de San Blas. Las
barrenderas ya estaban despiertas y también alguna que otra vendedora
que acomodaba su puesto de artesanías. Desperté un lunes, y supe que la
ciudad volvía a ser de los turistas, y se reacomodaba como una extensión
exótica del mundo occidental. Pronto las calles van a llenarse de
vendedores de miseria en busca de gringos incautos con necesidades
espirituales de primer mundo, a los cuales se puede vender una postal o
baratija diez veces por encima de su valor real.
Desperté, y me
puse de pie justo a tiempo de evitar ser levantado por la fuerza por un
grupo de municipales que se acercaba con evidente agresividad. Un par de
bestias incultas que se arrogan más competencias de las que jamás
tendrán, y que creen que toda su violencia quedará por siempre en la
impunidad. Ahí van, caminan erguidos con sus varas en la mano, con esos
aires de ser los dueños de la ciudad, esa actitud frecuente de la gente
que ocupa los últimos peldaños en la escala social, como wachimanes,
porteros, o empleadas del hogar.
Camino sin rumbo hasta toparme con una carreta de emolientes.
–Uno con mucha alfalfa— Le digo a la emolientera, que simplemente hace
caso omiso a lo pedido y me extiende un vaso de vidrio caliente servido
de la manera regular. ¿Lo lavó? ¿Lo lavó bien? No lo sé, pero días como
estos con resacas como estas, poco me importa que vaya a ingerir algunas
bacterias, sobre todo luego de haber destrozado mi cuerpo de un modo
muchísimo peor.
–¿Qué? ¿Son dos soles?— Le pregunto sorprendido
cuando me exige el pago. – ¿Desde cuándo han subido el precio?—
insisto, no porque no tuviera esa cantidad de dinero, sino porque ese no
es su precio. La sinvergüenza acaba de cobrarles un sol a otros
clientes que consumen lo mismo.
–Siempre ha sido así.— contesta con frescura.
–¿Cómo que siempre ha sido así? Si yo…— Levanta su voz para
interrumpirme: — ¿Va a pagar o no va a pagar? — pregunta alterada, y
luego dice en voz baja, como quién no se atreve a decirlo en mi cara:
—Estos limeños de mierda, tienen tanta plata y no pueden pagar dos
soles.—
Así que limeño, pienso un momento y la idea me resulta ridícula.
— ¿Va a pagar o no?— insiste la mujer con más fuerza.
–Toma comadre oportunista. Admito que fue mi culpa olvidar que la gente es tan pendeja en esta ciudad, y que ni bien huele la oportunidad de pasarse de vivo la aprovecha.— A la mujer no le interesa en lo más mínimo lo que pueda decir.
— ¿Va a pagar o no?— insiste la mujer con más fuerza.
–Toma comadre oportunista. Admito que fue mi culpa olvidar que la gente es tan pendeja en esta ciudad, y que ni bien huele la oportunidad de pasarse de vivo la aprovecha.— A la mujer no le interesa en lo más mínimo lo que pueda decir.
—Y nunca piensa en las consecuencias.
Por ejemplo yo nunca voy a volver a comprarte nada. Y por cosas como
esta vas a quedarte vendiendo emoliente otros diez años más.
Al
frente la otra emolientera me mira como quién dice “Yo te hubiera
cobrado un sol no más casero”, muy tarde casera, muy tarde. Pero tengo
la convicción de que en el futuro ella tendrá su propio local y hasta
una franquicia de emolientes. ¿Por qué no? ¿Acaso no estamos
experimentando crecimiento económico? ¿No es esa mierda la que nos
lanzan los medios todos los días? Entonces se me está permitido
fantasear.
Continúo mi marcha hacía la plaza de armas, mantenerme
en pie es difícil con esta sensación de letargo. La gente no deja de
pedirme one dollar. Y aunque tuviera uno en el bolsillo no se los daría
porque detrás de esas caras tristonas está la picardía, y esos mendigos
cuando no los miras revelan una sonrisa oculta, la satisfacción que
sienten por creerse más astutos que los demás. Que no vengan a decirme
que no tienen para comer, ya que una cosa es no tener para alimentarse y
otra mendigar para comer en un buen restaurante. Conozco bien a esta
clase de indigentes con gustos refinados. Si les doy una moneda lo más
probable es que se vayan corriendo mientras me gritan “huevón” o
“gracias huevón” si por lo menos tienen algo de decencia, y al poco rato
los encontraré teniendo una merienda en el Bembos o en el McDonalds, o
mudándose a una ropa más cómoda y a la moda. Así es, vienen a
presentarse con sus ojotas y ponchos, pero al rato los ves escuchando
reaggeton a todo volumen en su nuevo celular.
–No soy turista— Le digo al fin a un niño que me está siguiendo casi por una cuadra.
–Entonces dame 10 soles— lo miro incrédulo: —Todavía me subes la tarifa
por ser nacional. Me toma del polo y comienza a jalarme.
—No jodas, no soy limeño tampoco. Así que anda dile a tu mamá que trabaje y que te mande al colegio de una buena vez—.
(Relato extraído del cuaderno de Ética y Responsabilidad Profesional de
un veinteañero. A juzgar por el estado del cuaderno podemos estimar que
fue escrito a principios del 2010. Arriba, como una anotación fuera del
margen de las hojas se lee: "Todos pueden aparentar ser buenas
personas." En otra página, también puede leerse: "Se puede decir el
pecado, pero no el pecado". Son frases de su profesor, deben serlo. Por
lo visto, este joven ha estado escribiendo en horas de clase.)
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